A principios de la década de los ochenta, el de George Romero era un nombre en boca de todos. Nadie ponía en duda el valor de una cinta como La noche de los muertos vivientes (1968), y el impresionante éxito comercial y crítico de su secuela, El amanecer de los muertos (1979), lo situaba en la mira de los grandes estudios una vez más. Por eso no fue raro que los de Laurel Films le ofrecieran un suculento trato para hacer la nada desdeñable cantidad de tres películas. Además, la productora ofreció unas condiciones soñadas para este director (y cualquiera): las primeras dos películas podían ser las que Romero quisiera, y tendría total libertad para hacerlas a su antojo. La única condición que imponían era que la tercera cinta fuese una nueva entrega de su ya famosa saga de zombis. No se puede negar que Romero cumplió: tras la bizarrada que fue Los caballeros de la moto (1981) y posterior a su colaboración con Stephen King en Creepshow (1982), la factoría romeriana produjo su tercera película de cadáveres ambulantes, titulada muy apropiadamente El día de los muertos (1985).
El día de los muertos supone un gran salto adelante en lo que a cintas de zombis se refiere. A diferencia de las dos partes que la precedieron, esta tercera entrega estaba destinada a ser una película épica y de un tratamiento que sólo el gran poder financiero de un estudio puede dar. Las ambiciones de Romero, sin embargo, quedarían un tanto decepcionadas, pero de eso hablaremos más adelante. Lo que importa aquí es que Romero consigue, con menos recursos de lo esperado, no sólo una épica de zombis que en nada desmerece a las dos obras maestras que vinieron antes, sino que además, es la última cinta de este sub-género que pudo ser tomada "en serio" (1).
Si su primera película era una metáfora sobre la desconfianza inherente al ser humano y la segunda una cruel sátira a la cultura de consumo, esta tercera parte representa un fiel paralelo al militarismo y al condicionamiento del hombre por el hombre. Romero nos sitúa unos cuantos años en el futuro, en un planeta Tierra completamente devastado por los muertos vivientes, con unos cuantos refugiados sepultados en una gigantesca base subterránea de Florida. En este lugar, tres grupos humanos luchan por sobrevivir e imponerse uno al otro. Por un lado, los militares, liderados por el capitán Rhodes, quienes opinan que deberían salir y abrirse paso entre las hordas caníbales a tiro limpio, eliminando cuanto se atraviese en su camino. A ellos se enfrentan los científicos, al mando del doctor Logan (apodado "Dr. Frankenstein") quien cree que los zombis deben ser estudiados para encontrar la manera de volverlos inofensivos al hombre. En medio de estos dos grupos están los pilotos, entre ellos Sarah, nuestra protagonista. Los pilotos no son más que los mandaderos de científicos y militares, pero no tardan en darse cuenta de que sólo es cuestión de tiempo antes de que el Infierno se desate en su hasta entonces inexpugnable escondite, ya que los "vivos" no han más que luchar entre ellos mientras los muertos se acumulan fuera de las murallas a ritmo escalonado.
Pero claro, todos los que han visto la imagen que adorna esta reseña (y que conocen la cinta de Romero) saben de sobra cual es el principal atractivo argumental y metafórico de esta película: el zombi más carismático de cuantos existen, y que no es otro que "Bub", la mayor esperanza del doctor Logan, quien está convencido de que un muerto viviente puede ser "reeducado" para enseñarle a convivir con los humanos vivos. El adiestramiento de Bub, así como su desenlace al final de la película, constituye la última y más grande bofetada al desmedido ego del ser humano, incapaz de aprehender la realidad incluso ante el rostro mismo del horror. Un horror que, una vez más, se manifiesta a través de aquello que hace grande al cine de Romero: no se trata, como siempre, del conflicto entre humanos y zombis, sino del conflicto entre los propios humanos que se muestran incapaces de superar aquello que los separa. Cuando se desata el inevitable final, este es exclusivamente culpa de los vivos, y son precisamente sus carnes las que pagan las consecuencias. Esto, por cierto, destaca gracias a los efectos especiales de Tom Savini, quien consigue con El día de los muertos el que probablemente sea su mejor trabajo en el mundo del gore, uno que todavía proyecta una larga sombra más de veinte años después de su estreno.
Por desgracia, el presupuesto de Romero no llegó a cubrir las expectativas de la gran épica zombi que tenía planeada, y varias de las subtramas se quedarían engavetadas hasta el estreno, años después, de La tierra de los muertos (2005). Esta, asimismo, no consiguió despegar comercialmente hablando, aunque como sucede con casi todo el cine de su director, ha desatado un fértil culto con el paso del tiempo, de esos que no mueren.
(1)
No olvidemos 1985 es también el año en el que se estrena la película El regreso de los muertos vivientes (1985), genial parodia dirigida por Dan O'Bannon. También es en ese año cuando se estrena el vídeoclip Thriller, de Michael Jackson, dirigido por John Landis y con efectos especiales de Rick Baker. Ambas piezas enterrarían (nunca mejor dicho) el cine de zombis durante casi tres décadas.