viernes, abril 28, 2017
Reseña: Vampyr (1932)
miércoles, abril 26, 2017
Reseña: White Zombie (1932)
lunes, abril 24, 2017
Reseña: El gabinete del doctor Caligari (1920)
Precisamente por este motivo, por esa influencia que incluso hoy en día se mantiene, sigue siendo una película que se siente muy actual, y que sigue siendo muy atractiva gracias a un argumento que se reconoce hoy fácilmente, la historia de una serie de crímenes ocurridos en una ciudad alemana y que de alguna manera están relacionados con el siniestro mago Caligari y su criatura Cesare, un misterioso hombre que ha permanecido dormido durante toda su vida y que por lo visto tiene la facultad de predecir el futuro. Esta historia está llena de momentos que reconoceremos porque han sido imitados constantemente por muchas obras durante las siguientes décadas, siendo el más reconocible de todos la imagen del "monstruo" (Cesare en su forma de sonambulista) escapando por la ciudad con la chica en apuros al hombro.
De todas formas, aquello por lo que es conocida esta película no es el argumento sino la estética, una escenografía de ángulos imposibles, formas puntiagudas y sombras pintadas directamente sobre el escenario. Todos estos elementos de artificio son importantes porque precisamente esa ambientación de evidente decorado habría sido normalmente considerada una limitación al no ser capaz de reflejar de forma fidedigna la realidad; el público que asiste a ver El gabinete del doctor Caligari sabe perfectamente que está ante una ilusión, y es capaz sin embargo de dejarse tragar por ella y aceptar que está viviendo una fantasía en la que el horror se presenta bajo la forma de un truco de magia. Esta representación fantástica, alejada por completo de la búsqueda de realismo que buscaba la mayor parte del cine de entoces (incluso el fantástico) es el verdadero aporte de esta cinta y el motivo por el que se convirtió en una obra fundacional cuya estética ha sido imitada en tantas ocasiones.
Aparte de todas estas ideas, la película fue un gran éxito con la crítica de su época y llevaría a varios de sus responsables a tener una importante carrera al otro lado del Atlántico, sobre todo a Conrad Veidt, a cuyo rol de Cesare le siguió su actuación en El hombre que ríe (1928). Hay muchas historias y leyendas acerca de su paso por la cartelera y la recepción que tuvo con el público, pero ya desde entonces se sentía como algo nuevo que desafiaba las ideas preconcebidas acerca de lo que el cine debía ser. Es por eso que el marco narrativo de su argumento y (sobre todo) la revelación final destruyen un tanto el efecto al intentar justificar de forma racional esa estética y estilo que ha mostrado durante todo el metraje. Pero aun así, es también otro recurso poco habitual para entonces y otra prueba de que esta era una cinta mucho más compleja que la mayoría de sus contemporáneos más conocidos.
viernes, abril 21, 2017
Reseña: El hombre invisible (1933)
miércoles, abril 19, 2017
Reseña: El caserón de las sombras (1932)
lunes, abril 17, 2017
Reseña: Frankenstein (1931)
La comparación que hacemos con Drácula no es gratuita, ya que aunque las dos se estrenaron el mismo año y tuvieron un punto de partida similar, el resultado final es el de dos películas que reflejan mejor que nada los grandes cambios que trajo consigo el cine sonoro, y en este sentido la cinta de Whale se siente mucho más moderna. Ambas, eso sí, se abordaron en un principio como productos relativamente menores que simplificaban en gran medida sus antecedentes literarios: al igual que la película de Browning, este Frankenstein no adapta en realidad la novela de Shelley sino su versión para teatro de Peggy Webling, que permitió reducir la trama y los escenarios dejando sólo el núcleo del conflicto principal entre el doctor Henry Frankenstein y la criatura a la que da vida en su laboratorio. Una de las principales diferencias que tiene es la forma en la que representa al monstruo, mucho menos humano que en la novela y mostrado como un gigante sin diálogos que se expresa por medio de la violencia, aunque sí se mantiene el componente trágico que Mary Shelley le dio en su momento, así como su relación de rencor hacia su creador.
Pero sin duda alguna una de las cosas más curiosas de la película de James Whale (y prueba evidente del éxito que tuvo) es cómo varios de sus elementos más reconocibles han terminado por afianzarse en el imaginario colectivo hasta el punto de sustituir sus equivalentes en la novela. No hablo aquí únicamente de la más que obvia confusión del nombre de Frankenstein (aplicado hoy en día de forma indiferente tanto al monstruo como al científico que lo crea) sino a cosas como el empleo de la electricidad para resucitar el cadáver o la figura del jorobado asistente del doctor, cosas que en la novela no aparecen nunca y sin embargo todo el mundo conoce, aunque el recuerdo cinéfilo tiende a mezclar esta cinta con sus secuelas de algunos años más tarde. Es también una película intensa con un ritmo perfecto que va en constante crecimiento hasta llegar a un magnífico clímax de acción del doctor enfrentándose a su monstruo en un molino de viento en el que Whale echa mano de un trabajo de cámara dinámico e ingenioso. Una cosa a destacar aquí es que por más veces que la he visto siempre olvido que, al igual que ocurría en Drácula, esta película no tiene música, pero tampoco tiene silencios: Whale sabe aprovechar el fondo de la escena para crear ambiente y si bien no tiene una banda sonora, hay un gran número de sonidos incidentales como truenos, las campanas del pueblo o los gritos de la turba furiosa que se presenta al final para matar al monstruo.
Y por supuesto, como no podía ser de otra forma, es el monstruo precisamente lo mejor de todo. A pesar de que la película no escatima en grandes actuaciones como la de Colin Clive como el doctor o Dwight Frye como su asistente, es Boris Karloff quien se convierte en el centro de atención, ayudado no sólo por el genial maquillaje de Jack Pierce sino también por su caracterización de la criatura, su brutalidad y su comportamiento animal. Esto no debería sorprendernos, ya que más allá de su éxito en este tipo de producciones, Karloff era por encima de todo un magnífico actor que tendría una larga y fructífera carrera y se convertiría por derecho propio en la mayor estrella del cine de horror de su tiempo. En realidad estamos hablando de una película casi perfecta que se ha ganado su más que merecido puesto como una de las más influyentes obras que el cine fantástico ha tenido. Lo único que la daña un poco a mi parecer es ese absurdo epílogo que fue incluido, me temo, sólo para darle a la historia alguna semblanza de final feliz, uno que por suerte sería remediado años más tarde con el estreno de la segunda parte, La novia de Frankenstein (1935), con la que James Whale se marcaría una secuela incluso mejor que también comentaremos llegado el momento.