Una de las cosas para mí más llamativas de La ira: Carrie 2 (1999) es que sus responsables hayan decidido poner el número en el subtítulo, como si quisieran admitir sólo de tapadillo su intención de explotar la idea de una continuación de Carrie (1976). La verdad es que esto no es la primera vez que ocurre; otras historias de Stephen King llevadas a la pantalla como Salem's Lot, Los chicos del maíz o El cementerio viviente también han tenido secuelas, pero La ira las supera a todas en sacrilegio al tratarse de una continuación tardía (veintitrés años después de la original) de una película considerada un clásico del cine de terror y encima dirigida por un autor consagrado como Brian de Palma. Por estos motivos reconozco que durante mucho tiempo guardé poco interés por verla, pero al hacerlo me he dado cuenta de que no es tan terrible como yo esperaba, o sí, pero no por los motivos que creía. Evidentemente no llega ni por asomo al nivel de la primera (ni siquiera se puede decir que jueguen en la misma liga) pero aquí le dedicaremos unas líneas simplemente porque sí.
La ira, más que una secuela, es realmente una actualización de la historia ya vista en Carrie, con un marcado énfasis en su perspectiva juvenil heredada indudablemente de la ola de obras similares que poblaron los finales de los noventa. Curioso es, sin embargo, que en esta ocasión toda la aparente ingenuidad con que la original retrataba el mundo de los jóvenes sea sustituida por una mirada menos glamurosa en la que la directora, Katt Shea, muestra el instituto como un lugar donde las jovencitas son a menudo las víctimas de manipulaciones y abusos por parte de los chicos, retratados en su mayoría como una pandilla de descerebrados asesinables. Del lado contrario a esto tenemos a una chica llamada Rachel que, como Carrie en la primera película, descubre sus poderes telequinéticos y los usa para cobrarse su justa venganza de aquellos que la han humillado. El personaje, a pesar de estas ideas, es en muchas cosas lo contrario de lo que era su antecesora; Rachel no es la típica víctima ni transmite esa imagen de vulnerabilidad que caracterizaba a Carrie White, sino una joven voluntariamente distante que desprecia a sus compañeros de instituto y que queda profundamente afectada tras la muerte de su mejor amiga, hechos que sólo se ven rotos por la llegada de un improbable príncipe azul en la figura del actor Jason London, con quien protagoniza una historia de amor que se mueve en el centro de la trama y que sabemos acabará mal.
Este romance, abordado de una forma muy típica de los noventa en cuanto a estética, así como el subtexto de poderío femenino que desprende el personaje de Rachel, constituyen el verdadero foco de atención del argumento y lo que la diferencia de los temas de fanatismo religioso y maltrato juvenil que formaban la columna vertebral de Carrie. A pesar de que la premisa central de una joven con poderes remite tanto a la cinta de De Palma como a la novela de King, lo cierto es que esta secuela no tiene mucho que ver con la historia original; con escasos cambios argumentales y un nuevo título nada habría cambiado. De hecho, los peores momentos de La ira (y aquellos que terminan pasándole factura) son sus superficiales e innecesarios intentos de enlazar con la película original, desde la muestra gratuita de metraje de la cinta de De Palma a manera de flashback hasta toda la subtrama (innecesaria, absurda, ridícula) de Amy Irving, cuyo personaje de Sue Snell está allí únicamente para recordarle al público que está viendo la segunda parte de Carrie. Esta es una subtrama de investigación que no lleva a ningún lado y que únicamente aporta momentos sonrojantes e involuntariamente cómicos que se podrían haber ahorrado para tener una película mucho más corta y redonda.
Decíamos innecesaria porque aún sin que nos lo dijeran abiertamente, las referencias a la película original son tan evidentes que el espectador no puede evitar sentir que en el fondo se están burlando de él. Y es una lástima porque la cinta no es tan terrible como podríamos suponer siendo la explotación banal de un clásico. Es decir, si nos olvidamos por un momento que estamos viendo una secuela de la cinta de De Palma el nivel de disfrute de esta segunda parte sube varios enteros. Por supuesto el clímax final, más propio de una película de superhéroes que de una historia de terror, se siente como una satisfacción ofrecida al público tras más de hora y media de romances juveniles e intrigas de adolescentes. Hay incluso un susto final que resulta, a todas luces, mucho más terrorífico que todo lo que ha ocurrido hasta entonces, lo suficiente como para hacer de esta una cinta curiosa aunque fallida con suficientes detalles interesantes para darnos cuenta de que en el fondo podría haber sido una buena película, si al menos se hubiese atrevido a cortar su dependencia con el tan reverenciado original.
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