Tenía casi treinta años de edad cuando vi por primera vez El enigma de otro mundo (1951), evidentemente mucho después de haber visto el remake que le dedicara John Carpenter con el título de La cosa (1982). Esto hace sin duda que mi apreciación sobre ella se vea un tanto contaminada no sólo por la distancia temporal que evidentemente nos separa de una cinta hecha ya en el ocaso de la era de los monstruos clásicos, sino también por las inevitables pero a la vez injustas comparaciones con aquella obra de principios de los ochenta que todavía hoy mantiene vigencia como icono de los efectos especiales gore. Esta versión del 51 es una cinta completamente distinta, tanto que la película de John Carpenter es considerada un remake únicamente de forma nominal y más bien se podría ver como una nueva aproximación al relato original en el que se basa.
En El enigma de otro mundo hay también una de las primeras muestras de ese cine de género que explotó la paranoia de la Guerra Fría con respecto a la posibilidad del invasor desconocido, en este caso un alienígena congelado que se libera en medio de una remota base en el Polo Norte y siembra de cadáveres las instalaciones. Hasta allí las similitudes entre ambas versiones son evidentes, pero es también donde terminan; la principal diferencia es que aquí hablamos de un único extraterrestre perfectamente identificable ante el que deberán unirse los científicos y militares del complejo. También, y a diferencia de lo que ocurría en la versión de Carpenter, el monstruo no asume la forma del resto de los personajes y es en cambio una única amenaza externa, lo que elimina el subtexto de paranoia de la del 82 y convierte esta versión en una cinta más convencional en la que un grupo de aguerridos hombres de armas lucha contra un monstruo invasor del espacio exterior.
Lo de hombres de armas se dice en el sentido más literal; uno de los aspectos más curiosos de esta película y que deja bastante marcado el contexto de Guerra Fría en el que se rodó, es la contraposición que el guión hace entre los valientes y decididos militares de la instalación y su enfrentamiento con el grupo de fríos y calculadores científicos que, muy previsiblemente, no desean matar a la criatura sino estudiarla aún a costa de las vidas de sus congéneres. La cinta toma un muy evidente partido por los militares al hacer de ellos hombres alegres y leales y pintando a los científicos como villanos cobardes que no dudan en traicionar a los demás cuando les conviene. Otro aspecto típico de los cincuenta reside en lo ninguneados que están los personajes femeninos, especialmente una Margaret Sheridan reducida a un triste papel de mujer florero. Lo interesante, sin embargo, y algo que se ha resaltado en muchas ocasiones, es como esta fue una película que buscó un mayor realismo en las actuaciones de su elenco alejándose de la falsa teatralidad muchas veces impresa en este tipo de productos; aquí los actores se pisan los diálogos unos a otros y en general el tono de actuación tiene una naturalidad muy poco vista.
El diseño del monstruo es bastante básico, con una estética prácticamente copiada del Frankenstein (1931) de Universal, y con una reverencia bastante marcada hacia ese tipo de cine de entretenimiento de monstruos clásicos que incluye un gag con una puerta atrancada digno de Abbott y Costello que me cuesta mucho creer que haya sido un accidente o una coincidencia. En todo caso, precisiones estéticas aparte, es una película muy recomendable y entretenida que a pesar de venir arrastrando muchas de las constantes formales de un cine de monstruos ya en decadencia, supo abrir la puerta a toda una serie de cintas de invasiones alienígenas que nos daría una extensa galería de monstruos interestelares, así como una constante temática de subtexto anti-soviético con aquella inolvidable frase final: "Vigilad los cielos. Seguid vigilando los cielos".
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