lunes, noviembre 27, 2017
Reseña # 700: La novia de Frankenstein (1935)
lunes, abril 17, 2017
Reseña: Frankenstein (1931)
La comparación que hacemos con Drácula no es gratuita, ya que aunque las dos se estrenaron el mismo año y tuvieron un punto de partida similar, el resultado final es el de dos películas que reflejan mejor que nada los grandes cambios que trajo consigo el cine sonoro, y en este sentido la cinta de Whale se siente mucho más moderna. Ambas, eso sí, se abordaron en un principio como productos relativamente menores que simplificaban en gran medida sus antecedentes literarios: al igual que la película de Browning, este Frankenstein no adapta en realidad la novela de Shelley sino su versión para teatro de Peggy Webling, que permitió reducir la trama y los escenarios dejando sólo el núcleo del conflicto principal entre el doctor Henry Frankenstein y la criatura a la que da vida en su laboratorio. Una de las principales diferencias que tiene es la forma en la que representa al monstruo, mucho menos humano que en la novela y mostrado como un gigante sin diálogos que se expresa por medio de la violencia, aunque sí se mantiene el componente trágico que Mary Shelley le dio en su momento, así como su relación de rencor hacia su creador.
Pero sin duda alguna una de las cosas más curiosas de la película de James Whale (y prueba evidente del éxito que tuvo) es cómo varios de sus elementos más reconocibles han terminado por afianzarse en el imaginario colectivo hasta el punto de sustituir sus equivalentes en la novela. No hablo aquí únicamente de la más que obvia confusión del nombre de Frankenstein (aplicado hoy en día de forma indiferente tanto al monstruo como al científico que lo crea) sino a cosas como el empleo de la electricidad para resucitar el cadáver o la figura del jorobado asistente del doctor, cosas que en la novela no aparecen nunca y sin embargo todo el mundo conoce, aunque el recuerdo cinéfilo tiende a mezclar esta cinta con sus secuelas de algunos años más tarde. Es también una película intensa con un ritmo perfecto que va en constante crecimiento hasta llegar a un magnífico clímax de acción del doctor enfrentándose a su monstruo en un molino de viento en el que Whale echa mano de un trabajo de cámara dinámico e ingenioso. Una cosa a destacar aquí es que por más veces que la he visto siempre olvido que, al igual que ocurría en Drácula, esta película no tiene música, pero tampoco tiene silencios: Whale sabe aprovechar el fondo de la escena para crear ambiente y si bien no tiene una banda sonora, hay un gran número de sonidos incidentales como truenos, las campanas del pueblo o los gritos de la turba furiosa que se presenta al final para matar al monstruo.
Y por supuesto, como no podía ser de otra forma, es el monstruo precisamente lo mejor de todo. A pesar de que la película no escatima en grandes actuaciones como la de Colin Clive como el doctor o Dwight Frye como su asistente, es Boris Karloff quien se convierte en el centro de atención, ayudado no sólo por el genial maquillaje de Jack Pierce sino también por su caracterización de la criatura, su brutalidad y su comportamiento animal. Esto no debería sorprendernos, ya que más allá de su éxito en este tipo de producciones, Karloff era por encima de todo un magnífico actor que tendría una larga y fructífera carrera y se convertiría por derecho propio en la mayor estrella del cine de horror de su tiempo. En realidad estamos hablando de una película casi perfecta que se ha ganado su más que merecido puesto como una de las más influyentes obras que el cine fantástico ha tenido. Lo único que la daña un poco a mi parecer es ese absurdo epílogo que fue incluido, me temo, sólo para darle a la historia alguna semblanza de final feliz, uno que por suerte sería remediado años más tarde con el estreno de la segunda parte, La novia de Frankenstein (1935), con la que James Whale se marcaría una secuela incluso mejor que también comentaremos llegado el momento.
lunes, junio 15, 2009
Reseña: Frankenstein de Mary Shelley (1994)

Tras el éxito salvavidas que fue Drácula de Bram Stoker (1992), Coppola tomó el camino de la sensatez y empezó a preparar inmediatamente una película de acompañamiento auspiciada por su productora American Zoetrope, y la opción más evidente era, por supuesto, una versión de Frankenstein. La película se tituló Frankenstein de Mary Shelley (1994), en parte para evitar demandas de copyright por parte de la Universal (que tenía y todavía tiene los derechos de explotación del nombre) y en parte también para dejar claro que se trataba de una nueva adaptación de la novela y no de un intento por imitar las películas anteriores.
Es por esto, entre otras cosas, que la cinta se esfuerza por centrar la atención en el científico protagonista, interpretado por Kenneth Brannagh, quien también se encarga de la dirección. El resultado es una película muy singular, injustamente maltratada por la crítica y por un amplio sector del público, y una que, al igual que su predecesora vampírica, constituye una adaptación muy distinta a las que normalmente se nos han presentado de esta famosa historia. De hecho, el guión de Frank Darabont no es tanto una película de terror sino más bien una extravagante period piece muy respetuosa con el original de Shelley (es quizás una de las versiones de Frankenstein más fieles al argumento de la novela) y al mismo tiempo deudora confesa del legado de uno de los mayores "monstruos" cinematográficos; la película está literalmente empapelada de referencias a todas las grandes versiones fílmicas de Frankestein que se han hecho, desde la adaptación muda de la Edison Studios hasta las películas de la Universal o la Hammer, e incluso una escena en particular guarda un parecido casi mimético a uno de los momentos clave del Frankenstein desencadenado (1990), de Roger Corman.
Decíamos arriba que esta versión se centraba principalmente en el científico, y es verdad. El Víctor Frankenstein de Kenneth Brannagh huye de la ya habitual representación del mad doctor para convertirse en un personaje que busca la simpatía del espectador casi desde el principio, en la que se nos muestra tanto su búsqueda de la verdad en los recintos universitarios como la idílica vida de su Suiza natal, así como su relación romántica con Elizabeth, interpretada aquí por Helena Bonham Carter. El personaje de Brannagh es el centro absoluto de la película, algo que, en consonancia con el historial interpretativo del actor/director, no está exento de dramatismos shakesperianos y momentos sonrojantes que, si bien en ocasiones pecan de excesivos y narcisistas (pienso aquí en la aparatosa escena del despertar de la criatura, con todo y su homoerotismo de torsos lubricados y semidesnudos) no son suficientes para hundir la película.
Este histrionismo demencial está por fortuna equilibrado con la metódica y sutil interpretación de Robert De Niro en el papel del monstruo, uno de los aspectos más destacables de la película. En su momento, al hablar del Drácula de Coppola, mencionábamos que uno de sus mayores aciertos estaba en el conde de Gary Oldman, completamente distinto, tanto estética como actoralmente, de la idea preconcebida que se tiene del personaje. Pues bien, en Frankenstein de Mary Shelley tenemos el mismo caso: el monstruo de De Niro es totalmente diferente de aquel que tenemos grabado en la mente, y sin embargo funciona al resaltar la humanidad de una criatura que únicamente busca el reconocimiento por parte de su padre y creador, en un tratamiento oscuro y sombrío que puede que disguste a muchos, pero que al menos es completamente coherente.
Los detractores de esta película por lo general argumentan que es demasiado teatral y extravagante en sus formas, excesivamente oscura y deprimente, y que Kenneth Brannagh tiene demasiado protagonismo. Independientemente de si estas quejas son justificadas o no, la verdad es que el éxito de su predecesora no logró repetirse, y la película fue un fracaso a nivel de taquilla y de crítica, en parte por los comentarios abiertamente despectivos del propio Coppola, que atacó públicamente la cinta debido a las negativas de Brannagh de recortar drásticamente el metraje. Para colmo de males, en el momento de su estreno fue eclipsada por un sonado culebrón tejido por la prensa británica del corazón en torno a las aventuras extramaritales de Kenneth Brannagh con su compañera de reparto Helena Bonham Carter y que llevaron a la ruptura del director con su entonces esposa y colaboradora Emma Thompson.
Pero quince años me parecen suficientes para dejar todo eso atrás. A todos los amantes de la novela, de las películas de Frankenstein en general y de las piezas de terror de ambiente gótico, esta es una cinta que recomiendo ampliamente, una que vale la pena rescatar de su injusto maltrato.
martes, febrero 07, 2006
Reseña: Frankenstein y el hombre-lobo (1943)

Lon Chaney Jr. vistió la peluda carne del licántropo Larry Talbot por segunda vez en Frankenstein y el hombre-lobo (1943), secuela por partida doble, ya que continuaba tanto el argumento de El hombre-lobo (1941) como el de El fantasma de Frankenstein (1942), película en la que, casualmente, Chaney interpretó al monstruo de la novela de Mary Shelley. De hecho, los planes originales de Universal incluían el ambicioso proyecto de hacer que el actor interpretara a ambos monstruos, pero las sobrehumanas necesidades del departamento de maquillaje (nuevamente a cargo de Jack Pierce) decretaron que la criatura de Frankenstein debía ser interpretada por Bela Lugosi, quien tuvo que resignarse a representar el papel que rechazara años atrás. Fue, además, la primera película en la que los estudios Universal intentaron la fórmula de unir a los monstruos de dos sagas diferentes, y no sería la última.
De entrada el argumento de esta secuela ofrecía una pequeña dificultad: la última vez que habíamos visto a Larry Talbot, había muerto a manos de su padre. Sin embargo, ya sabemos que el estar muerto es sólo un pequeño obstáculo que superar en la carrera de cualquier monstruo de serie B, de manera que nuevamente se contó con la astucia del guionista Curt Siodmak, quien rescató a su criatura del inframundo de la manera más honrosa posible: sin dar ninguna explicación. En una de las mejores aperturas concebidas para estas películas, la historia abre cuatro años después de los eventos de la película anterior, cuando dos ladrones de tumbas se cuelan en el mausoleo de los Talbot para despojar al cadáver de Larry de sus atavíos mortuorios. Sorprendentemente, encuentran el cuerpo incorrupto, cubierto de las flores asociadas al mito del hombre-lobo. Su sorpresa no hace sino aumentar cuando los rayos de la luna llena reviven al protagonista y le transforman en la bestia que todos conocemos. Convencido ahora de que no puede morir, Larry escapa a las montañas de Rumanía en busca del único hombre que puede ayudarle a acabar con su despreciable vida: el doctor Frankenstein.
El resto de la trama sería demasiado largo de explicar, principalmente porque son demasiadas las cosas que suceden como para resumirlas sin estar contando toda la película. De todas maneras, la trama de por sí es lo bastante disparatada como para hacer cualquier explicación innecesaria. Valga decir solamente que la historia del monstruo de Frankenstein y la historia de Larry Talbot se superponen en todo momento hasta la llegada de un clímax en el que los dos monstruos entablan una lucha encarnizada. En medio de esta batalla están la hija del doctor Frankenstein y un misterioso médico llamado Frank Mannering (interpretado por Patric Knowels, quien también tenía uno de los papeles principales en El hombre-lobo, por lo que su presencia en esta secuela resulta un tanto confusa) que hurgan en los secretos dejados por el oscuro científico acerca de sus investigaciones de la vida y la muerte.
Lon Chaney Jr. está, una vez más, correcto como Larry Talbot. Su gigantesca presencia de ojos tristes resulta ya un paradigma para el personaje. Lugosi, en cambio, es lamentable como el monstruo, hecho que no se debe únicamente a su decadencia como actor para la época, sino a las circunstancias del personaje: el monstruo está ciego (producto de la película anterior) y no tiene líneas de diálogo, limitándose a gruñir y a caminar de forma erguida y tiesa. La película además recupera al personaje de la gitana Maleva, uno de los mejores de El hombre-lobo, pero no le da ningún protagonismo. Los personajes no presentan ningún tipo de evolución creíble (especialmente el doctor Mannering, quien pasa de investigador serio a científico loco en menos de cinco segundos) y la trama presenta un sinfín de situaciones disparatadas, incluyendo un número musical que parece sacado de una película completamente distinta. Pero el mayor defecto de todos quizás sea el hecho de que la historia tarda demasiado en arrancar y, para colmo, termina de manera abrupta justo cuando se pone interesante, dejándonos con un extraño sabor inconcluso.
Muy por debajo del clásico que le diera vida, Frankenstein y el hombre-lobo es más memorable por su valor nostálgico y por propiciar el enfrentamiento entre dos iconos de la cultura popular. Tomar en serio estas películas es imposible, ya que ni siquiera en su época eran vista como algo más que entretenimiento masivo de consumo rápido. Pero a pesar de sus numerosos defectos, tiene momentos lo suficientemente buenos como para dejarle alzar su cabeza por encima de varios de los productos de su particular momento histórico.