Segunda parte de una saga que necesita desesperadamente una reinvindicación, El padrastro 2 (1989) llega para mostrarnos todo lo que una secuela debe ser. En esta ocasión, el director Jeff Burr y el guionista John Auerbach nos ofrecen la misma premisa base de la original dando al mismo tiempo un nuevo ángulo de narración que de hecho complementa a la cinta de Joseph Rubens. Al ser una secuela, es cierto que pierde la frescura de la primera parte, pero eso quizás sea lo único que se le pueda reclamar ya que, en muchos aspectos, llega incluso a superarla.
Entre otras cosas, la película libera a la saga de sus influencias del cine de Hitchcock para contarnos una historia que continúa inmediatamente después de la original, con nuestro asesino ya en la cárcel. Tras su meticulosa pero brutal fuga, asistimos a una repetición de los motivos de la primera película pero recorriendo el camino contrario; si en El padrastro (1987) veíamos al asesino ya con su familia y presenciábamos el desmoronamiento de su plan, en esta ocasión lo vemos comenzar de cero y utilizar todo su ingenio para insertarse en otro grupo familiar (de allí el título en su versión original, Make Room For Daddy). El argumento esta vez es mucho más sencillo pero al mismo tiempo mejor llevado, sin subtramas como la del familiar que investigaba los crímenes en la primera película. Y a pesar de que, como decíamos arriba, los giros argumentales tipo Hitchcock están ausentes, la cinta es por otro lado mucho más estilizada que la original a la vez que mucho más sangrienta, combinación que haría las delicias de los padrinos del horror italiano, obvias fuentes de inspiración de esta secuela.
Asimismo, el discurso sobre la familia de la primera parte nuevamente ocupa lugar preferencial. La película coincide en una época de transición en la sociedad estadounidense durante la presidencia de Reagan, tiempos en los que el término “valores familiares” estaba en boca de todos como la auténtica base de la sociedad; no por nada el asesino se hace pasar en esta ocasión por un psicólogo especializado en terapias de familia, hecho que no sólo le sirve de fachada sino también de medio para localizar a su próximo objetivo. Sin embargo, lecturas sociológicas aparte, sería un error no hablar de lo que es, una vez más, el alma de la película: el actor Terry O'Quinn como el padrastro. Su actuación es realmente lo mejor de la cinta, perfectamente comedida pero a la vez creíble como amenaza, sobre todo en un sangriento clímax que transcurre (como no) en una boda. El hecho de que en esta ocasión se lleva bien con el hijo de su prometida es también un gran acierto ya que no sólo evita el ya manido recurso de hacer del niño el héroe sino que encima ayuda a que el público sienta realmente el peligro por el que pasa la familia. El único error de casting, según como lo veo, sería la actriz que interpreta a la madre, Meg Foster, a quien muchos recordarán como la protagonista femenina de Están vivos (1988) de John Carpenter o como Evil-Lyn en la película de Amos del Universo (1986). Sin importar como esté escrito su personaje, los ojos de esa mujer dan miedo (de verdad) y flaco favor le hace a su papel de víctima el que, en muchas ocasiones, parezca más peligrosa que el propio Terry O'Quinn, sobre todo cuando se altera y alza la voz.
Pero esto es, dentro de todo, algo marginal; lo cierto es que El padrastro 2 es una secuela digna de ser revisada ahora que no sólo el remake de la original está por caer sino que el propio O'Quinn está disfrutando del mejor momento de su carrera gracias a su papel en Perdidos. La saga, como no, tendria una secuela más de la que hablaremos en otro momento, pero en la cual el actor que aportaba gran parte de su efectividad al conjunto no haría esta vez acto de presencia.
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