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martes, julio 31, 2007

Reseña: Turistas (2006)

Tres americanos, una australiana, dos ingleses y dos suecos viajando de mochileros por Brasil. Tras una noche de fiesta en una perdida playa paradisiaca con alcohol y sexo fácil, se despiertan dándose cuenta de que les han drogado y robado todas sus pertenencias. Tras unas horas de angustia, son ellos los que empiezan a desaparecer uno a uno. No pasa mucho tiempo antes de que se den cuenta de que han sido las vícitimas de una trampa tendida por los locales, y que sus primermundistas vidas están en juego.

Al leer la sinopsis de Turistas (2006) se hace evidente por qué muchos la calificaron como el Hostel (2006) de los pobres: ambas estuvieron en cartelera (al menos en los Estados Unidos) más o menos durante la misma época, y ambas lidian con una situación inicial bastante parecida: turistas del primer mundo en tierras extrañas y que, de repente, se ven enfrentados a los locales por su supervivencia. Sin embargo, a pesar de que comparten una misma premisa y, en cierta forma, un mismo "mensaje", la verdad es que las dos películas son muy distintas. Mientras que la cinta de Eli Roth se regodea en una truculencia "teatralizada" más propia de una película de terror de toda la vida, Turistas apunta más hacia una muestra realista que manifieste mejor la verosimilitud de su escenario. No siempre lo logra, pero casi.

Y es que para mí, al menos, el mayor logro de la película reside en aquellas secuencias en los que se puede palpar lo real de la situación. Lo que durante la primera media hora era un paraíso natural amplio y luminoso donde se puede acceder a toda clase de placeres, se convierte en una trampa desolada rodeada por una selva opresiva. Todo aquel trozo en el que los protagonistas, despojados y presas de la angustia, recorren las calles de un poblado brasileño sumido en la miseria desprende un sabor inmensamente real. Aquello no es un decorado ni un plató; ese pueblo por el que pasa la cámara es real ciento por ciento, así como lo es la gente que en él habita. Que ofrezca o no una imagen buena, mala o real del gentilicio de Brasil no tiene ninguna importancia: el miedo a todo aquello que no es "nuestro hogar" está perfectamente plasmado.

Por desgracia la cinta no siempre se mantiene en esos derroteros. Aquellos pasajes en los que abandona su realismo no resultan tan interesantes. El villano principal de la historia, por ejemplo, resulta tan malo que se vuelve caricaturesco, e incluso tiene una escena (completamente absurda y prescindible) en la que castiga a uno de sus secuaces y que le adentra en los terrenos de la supervillanía del cómic. Por otro lado, la secuencia final de la persecución submarina, si bien muy efectiva y claustrofóbica, no parece estar muy a tono con el resto de la cinta, aunque reconozco que conmigo particularmente funcionó bastante bien.

Lo que quiere Turistas está muy claro: mostrar una fábula moral de retribución sobre las carnes de aquellos "depredadores" del primer mundo que, aunque inocentes, reciben lo suyo por parte de ese mundo exterior del que se han aprovechado durante décadas. Este punto la empareja ciertamente con Hostel, sólo que aquí dicha moraleja es demasiado explícita y para colmo está explicada literalmente en la principal y más desagradable escena de casquería de todo el metraje. En ella se revela además cual es el motivo que tienen para secuestrar a los jóvenes visitantes, uno que no revelaré aquí aunque se puede intuir fácilmente desde el principio.

Pero a pesar de todos estos fallos, hablamos de una cinta bastante recomendable. No es ni por asomo una película sin fallos (su estética, tal como he comprobado luego, es en ocasiones incoherente, y las reacciones de ciertos personajes son por momentos poco creíbles), pero tiene secuencias muy logradas que hacen de ella una entrada respetable en este sub-género de los "turistas muertos", llevándola más allá de la típica y manida historia de psicópatas depredando a jóvenes inocentes e incautos. Al final, se agradece algo de originalidad en estos tiempos en los que este tipo de películas son producidas como churros para el "disfrute" del personal.

domingo, julio 29, 2007

Apuntes para una breve historia de la explotación (1)

En 1981 Wes Craven estrenó Bendición mortal (1981), un thriller a la vieja usanza que sin embargo hacía gala de una trama que bien podría ser convertida en una cinta de corte erótico: un misterio que gira en torno a una secta de fanáticos religiosos puritanos y una hermosa viuda a quien ven como un demonio tentador y asesino. La cinta no sería hoy demasiado conocida si no fuera porque en ella encontramos parte de los orígenes actorales de Sharon Stone, mucho antes de que Paul Verhoeven la convirtiera en una estrella. Precisamente es la señorita Stone la que aparece en el cartel de la película, y que es el que mostramos arriba de estas letras. No hay que ser muy observador para darse cuenta de dónde está el llamado de este cartel: la expresión de innombrable placer de la chica unida al apretujamiento de esos pechos turgentes pobremente cubiertos por un escote de categorías mayores. Lo calenturiento de la escena está, por supuesto, contrastado por esos colores fríos que parecen ser los indicadores de que esas manos intrusas (oscuras, toscas) no vienen con buenas intenciones, por mucho que la damisela en apuros parezca entregarse voluntariamente a las apetencias carnales de su agresor.

Pero claro, el carácter explotativo de este cartel sólo se manifiesta realmente cuando vemos el fotograma al que hace referencia, con la verdadera Sharon Stone (quien, hay que decirlo, no es ni siquiera la protagonista) en el momento en el que es sorprendida por el desconocido asesino. A la vista saltan no sólo las más modestas "prominencias" físicas de la chica en cuestión, sino además el gesto que acompaña su cara: ojos abiertos, expresión de súbito espanto, sin el mentón apuntando hacia arriba en gesto Herbal Essence. En fin, que salta a la vista que el cartel ha buscado revertir el efecto que crea esta escena particular, y lo que en la película da miedo, en el póster es sólo morbo del clásico.

Dicho truco fue bastante común en los años ochenta y se ha mantenido hasta la actualidad, y no sólo en los limitados circuitos del vídeo y las producciones más modestas. Quizás en otra ocasión volvamos sobre este tema. De momento, este ha sido el primero de una serie de pequeños textos sobre los momentos más deliciosamente explotadores que los desvergonzados publicistas cinematográficos nos han dejado.

Y por cierto, si queréis saberlo, no tengo ni idea de qué pondré en el número 2.

jueves, julio 26, 2007

Míticos: Clive Barker (1952 - )

foto muy cortesmente cedida por Jodi Kurland
El inglés Clive Barker es lo que en otra época se llamaba un "artista integral". A pesar de lo mucho que el cine de terror le debe, sus incursiones como director han sido más bien escasas, aunque bien podría esto deberse a una falta de tiempo: la verdad es que este excéntrico personaje ha desbordado su pulso creativo en infinidad de medios como el cómic, la pintura, la escultura, el teatro y, como no, la literatura, que es el campo en el que con seguridad es más conocido y en donde ha cosechado los mayores frutos. El propio Barker define su estilo como "fantasía oscura" (término que comparte con su amigo y ocasional colaborador Neil Gailman), un cúmulo historias en las que se repiten ciertas obsesiones temáticas: mundos paralelos, el dolor como forma de placer y la sexualidad retorcida que acompaña al mundo sobrenatural. En su caso, además, dichos temas están acompañados de un gusto estético por esa belleza violenta, a menudo manifestada en la profanación artística de la carne que acompaña el mundo del sadomaquismo. Fue precisamente su obra literaria la que convertiría a Clive Barker en un autor inmensamente popular en su Inglaterra natal, donde al mismo tiempo trabajaba con su compañía teatral y hacía pequeñas incursiones en el cine a través de sus cortometrajes "experimentales" (decida usted si el término es peyorativo o no).
Pero el espaldarazo definitivo a la carrera de Clive Barker vino durante los años ochenta, cuando sus libros comenzaron a publicarse en los Estados Unidos y se ganaron la admiración confesa de otros grandes autores del género, especialmente el prolífico (y ya para entonces superestrella) Stephen King, quien definió a Barker como el futuro del género de horror. El éxito de sus relatos (recopilados en la colección de los Libros de Sangre) le ganó tal cantidad de fama que en muy poco tiempo resultó obvio que el universo de terror de Clive Barker llegaría al cine, así que el autor reclutó a sus antiguos colaboradores de las tablas inglesas para llevar a la realidad su ópera prima.
Decidido a trabajar con su propio material, Barker adaptó su novela corta The Hellbound Heart, obteniendo resultados que superaron todas sus expectativas: el estreno de Hellraiser (1987) se convirtió en un gran éxito, terminó de poner a Clive Barker en el mapa e hizo del actor Doug Bradley un icono del terror gracias a su papel como el líder de los cenobitas ("Pinhead" para los fans). La película se convertiría también en una de esas sagas que se niegan a morir, generando siete secuelas hasta la fecha, aunque la participación de Clive Barker en ella fue cada vez menor. Con el pasar del tiempo, el autor ha intendo alejarse cada vez más de la influencia de su opera prima, pero inevitablemente siempre termina regresando a ella. No es de extrañarse, ya que Hellraiser contiene todas las constantes temáticas que este ha mostrado en su obra literaria.
Constantes que, por cierto, volverían a aparecer en cierta forma en su segunda película, Razas de noche (1990), que más que una historia de terror es uno de esos casos de "fantasía oscura" a la que se refiere su autor. Al contrario de lo que ocurría en Hellraiser, en esta ocasión los "monstruos" eran los buenos, seres perseguidos por los humanos y que sobreviven ocultándose de estos en una sociedad subterránea debajo de los cementerios. En esta ocasión el éxito no acompañó a Clive Barker; su película fue un fracaso comercial, y las pobres críticas que recibió le hicieron alejarse de la pantalla para dedicarse a otras formas de expresión. Esta ausencia se prolongaría durante cinco años más.

En 1995 Barker estrenó El señor de las ilusiones (1995), cinta muy libremente basada en el relato The Last Illusion. La película es, con todo y lo evidente de sus obsesiones temáticas y estéticas, la más floja del director, quien desde entonces no ha vuelto a estrenar ningún largometraje, si bien se ha mantenido en la industria cinematográfica como ocasional productor de películas como Dioses y monstruos (1998), Saint Sinner (2002) y The Plague (2006). El mundo de Barker también ha alcanzado el campo de los videojuegos, y fruto de su imaginación son los visualmente impresionantes The Undying y Jericho.
Pero aparte de sus propias incursiones cinematográficas, la obra de Barker ha sido llevada a la pantalla en otras ocasiones. De todas estas, quizás la más destacable sea la excelente Candyman (1992) de Bernard Rose, basada en el relato The Forbidden y que exploraba el tema de las leyendas urbanas como puente entre los horrores de la vida cotidiana y el mundo sobrenatural. Mick Garris también adaptó el relato The Body Politic como uno de los segmentos de su telefilme Quicksilver Highway (1997), así como dos episodios de Masters of Horror: Haeckel's Tale (2006) y Valerie on the Stairs (2006). Este último es, además, representativo del giro que ha dado la narrativa de Barker en los últimos años, durante los cuales se ha afincado menos en el terror y más en esa fantasía oscura de la que tanto hacen gala sus escritos.
En la actualidad, Clive Barker prepara lo que al parecer será su cuarto largometraje: Tortured Souls (2009) que no verá la luz hasta dentro de un par de años (eso si llega, ya que no sería la primera vez que uno de estos proyectos se queda a mitad del camino). También se sabe que el japonés Ryuhei Kitamura, director de Azumi (2003), prepara para el año que viene una adaptactión del relato The Midnight Meat Train. Su novela juvenil, El ladrón de los días, será llevada también al cine. Por lo visto, únicamente el ya más que confirmado remake de Hellraiser proyecta su sombra sobre el futuro de uno de los grandes iconos del terror de los últimos años.

domingo, julio 15, 2007

Reseña: Los renegados del diablo (2005)

Por mucho que su cronología diga lo contrario, Rob Zombie no es un músico que un día decidió meterse a director de cine, sino al revés; el antiguo líder de White Zombie era desde el principio un cineasta que, casualmente, descubrió en la música su primera forma de expresión. A partir de allí había tocado el mundo del cómic, diseñado atracciones de feria, y en general varias disciplinas que desembocarían en el cine. Fue La casa de los 1000 cadáveres (2003) la que finalmente le dio esa oportunidad, pero es su secuela, Los renegados del diablo (2005), la que hace de Rob Zombie un director digno de grandes expectativas.

Al igual que su predecesora, Los renegados del diablo es una película altamente referencial. La diferencia está en que, si bien La casa de los 1000 cadáveres era un homenaje a las dos primeras partes de La matanza de Texas (1974), en esta ocasión Zombie construye una gran referencia a los western de Sam Peckinpah, especialmente El grupo salvaje (1969), con la que comparte esa visión de personajes que escapan cuando su mundo poco a poco se acaba. Eso no quiere decir que Rob Zombie se haya olvidado de Tobe Hooper, ya que el argumento tiene una profunda resonancia a La matanza de Texas 2 (1986): tras los eventos ocurridos en la primera película, el Sheriff John Quincy Widell decide vengarse de la familia de psicópatas que causó la muerte de su hermano, por lo que reúne a todas las fuerzas del orden para tomar por asalto la casa de la familia Firefly. Otis y Baby, los únicos que han conseguido escapar con vida, deciden huir junto al Capitán Spaulding mientras son perseguidos por el sheriff, quien poco a poco demuestra ser tan brutal y sádico como ellos. En el camino, por supuesto, los jóvenes Firefly cometen todas las tropelías y masacres a las que ya nos tenían acostumbrados. La cinta narra, por lo tanto, la historia de unos demonios bandoleros perseguidos por un ángel justiciero no menos sanguinario.

Esta secuela, sin embargo, es tremendamente diferente a la primera parte. Si bien el humor negro de La casa de los 1000 cadáveres todavía está presente, la cinta es mucho más brutal y despiadada, y menos caricaturesca en lo que se refiere a sus personajes. Pero al mismo tiempo, el hecho de que estos (aún siendo más depravados de lo que ya eran) sean los protagonistas y narren la historia desde su punto de vista, crea una interesante paradoja: el público de alguna forma termina identificándose con la familia Firefly. Aunque no necesariamente esto quiere decir que terminamos aupando la violencia y la brutalidad de Otis y Baby, si llegamos a involucrarnos emocionalmente con ellos, lo bastante como para interesarnos por el desenlace de esa familia de psicópatas que tan genuinamente se quieren.

A todo esto hay que añadir el cambio radical de estética que Rob Zombie ha acometido con su secuela. La primera película era un festival de colorines de feria, un oscuro glamour casi irreal, más típico de una secuencia onírica o de un cómic. Los renegados del diablo, sin embargo, apunta a una estética hiperrealista, y reproduce a la perfección el look sucio y granuloso del cine setentero de explotación en el que evidentemente se inspira. La presencia además de viajes luminarias del horror de esa década como Michael Berryman y Ken Foree ayuda.

A medida que avanza el metraje, la confrontación entre la familia Firefly y el sheriff Wydell va intensificándose cada vez más. Lo interesante es ver como se intercambian los papeles en cuanto a simpatía con el público, ya que a medida que va pasando el tiempo comprobamos no solamente los lazos afectivos que unen a los tres asesinos, sino también la degeneración psicópata del propio sheriff. El final de la película es, por lo tanto, el único posible, pero eso no le resta un ápice de su fuerza. Los renegados del diablo es una de las mejores películas que este género nos ha dado en los últimos años. Rob Zombie es un tipo de cuidado.

miércoles, julio 11, 2007

Reseña: Hellbound: Hellraiser 2 (1988)

Las secuelas son una prueba difícil de superar, pero de alguna forma Hellbound: Hellraiser 2 (1988) logra mantener cierta dignidad y convertirse en la mejor de las (hasta la fecha) siete continuaciones de la saga iniciada con Hellraiser (1987). No quiere decir esto que estemos ante una gran película (se echa de menos, por ejemplo, la presencia de Clive Barker como director o al menos como guionista), y la trama es caótica y en ocasiones sin sentido alguno. Sin embargo, la película explora lo suficiente el universo de dolor y placer de la primera entrega como para considerarla una más que correcta ampliación del concepto de los cenobitas y la Configuración de los Lamentos.

El caótico argumento al que nos referíamos podría ser planteado así: inmediatamente después de los eventos narrados en la primera película (es necesario haberla visto para entender de qué va la cosa), Kirsty despierta en un hospital donde cuenta a la policía toda la historia acerca de cómo su tío Frank regresó del infierno aliado con su madrastra Julia y asesinó a su padre para luego usurpar su piel. La poli, ante semejante historia, acomete la sabia decisión de enviar a la chica a un hospital psiquiátrico. Allí Kirsty conoce a la única persona que sí cree en su historia: el eminente psicólogo y neurocirujano Phillip Channard. Resulta que Channard ha realizado durante años terribles experimentos para desentrañar los misterios de la mente humana, y al igual que Frank Cotton en la primera película, también ha entrado en contacto con la misteriosa caja que abre las puertas de la dimensión de los cenobitas. Tras escuchar el relato de Kirsty, el inescrupuloso doctor decide sacrificar a uno de sus pacientes sobre la cama en la que murió Julia, trayéndola de nuevo al mundo de los vivos y convirtiéndola en su guía por las esferas ultraterrenales. Al mismo tiempo, Kirsty ha estado recibiendo mensajes en sueños de su padre, quien, atrapado en el infierno, le pide desesperadamente que le ayude.

Por si todo este batiburrillo anecdótico no fuese suficiente, la cinta mezcla la historia de una paciente del hospital con gran habilidad para los puzzles, una venganza de ultratumba, una inmensa criatura que rige la dimensión de placer y dolor, y hasta los orígenes humanos de Pinhead en una trama que se cae a pedazos a medida que avanza el tiempo de metraje. Parte de este caos tiene sin duda que ver con el hecho de que el actor Andrew Robinson se negara a reinterpretar el papel de Larry Cotton para la secuela, por lo que toda la trama del rescate del padre de Kirsty tuviera que ser desechada de forma bastante improvisada. A partir de aquí, el principal encanto de la película es visual, no sólo en cuanto a ese mundo infernal salido de las creaciones de Barker (y que incluye un nuevo cenobita presentado durante el climax de la historia) sino también en cuanto a las ahora más cuantiosas muestras de sangre y torturas que constituyen la marca de la casa en cuanto a esta saga se refiere. Esto se intercala con escenas cada vez más estrambóticas, giros argumentales imposibles, personajes con actitudes incomprensibles y recursos dramáticos bastante autocomplaciente. Sin embargo, está claro que el director Tony Randel, al no contar con una historia coherente, al menos no escatima en ofrecernos visiones de gigantescos laberintos, horrendas criaturas y secuencias de pesadilla que no desmerecen el material de Clive Barker para nada, ahondando aún más en ese universo fantástico por el que es tan conocido.

La saga degeneraría en productos mucho menos disfrutables con el paso del tiempo, de las que sólo la presencia de Doug Bradley como Pinhead sería el elemento cohesionador. Esta segunda parte, por lo menos, conserva parte de la magia de la original y llega a ser incluso recomendable para los fans incondicionales de la primera entrega. Al igual que como ocurriera antes con Phantasma (1979), de Don Coscarelli, Hellraiser 2 es una película difícil, pero como nos sucede en ocasiones, llega a convertirse en un deleite. Irracional, pero deleite al fin y al cabo.