Psicosis (1998), de Gus Van Sant, remake del clásico de Alfred Hitchcock, es una película imposible de criticar, al menos de manera convencional. De nada sirve que ponga aquí una sentencia acerca de lo que los críticos han considerado el sacrilegio más grande de la historia del cine, la versión más "inútil" que se ha llevado al celuloide. Y sin embargo, me siento en la necesidad de hablar de ella, porque esta película es más que una obra de ficción; se trata de un ejercicio narrativo digno de alabanzas, un vericueto intelectual envidiable cuyo único defecto, en todo caso, sería que su finalidad no es tanto contar una historia como hacer al público consciente de que está viendo una historia. Si el cine es evasión, entonces esto es anti-cine.
La mayoría de los remakes (sean buenos o malos) instintivamente buscan huir de la dependencia de la obra original, intentando hallar vida propia tomando como punto de partida una historia ya contada. Psicosis'98, en cambio, abraza esa dependencia y la convierte en el lei-motiv de todo su metraje. Van Sant se encasqueta voluntariamente un apretado corsé al reciclar por completo el guión de Joseph Stephano y la música de Bernard Herrmann, manteniendo incluso el mismo estilo de los créditos iniciales. Pero estas semejanzas no hacen sino prepararnos para lo que viene: el momento en el que la película de Van Sant comienza a bombardear al espectador con toques directos que hacen resaltar las diferencias existentes entre su cinta y la de Hitchcock, como si el director quisiera hacerle correcciones al material con el que trabaja.
El mayor de los cambios es obvio: el color. "Colorear" Psicosis'60 no es precisamente lo que se está haciendo aquí. Lo que en otras circunstancias hubiese otorgado un toque de realismo, en Van Sant se convierte en puro artificio. El color en Psicosis'98 es extremandamente artificial, con toda la película bañada en una luz blanquecina que afecta nuestra credibilidad. El toque de gracia viene cuando Marion sale de su coche vistiendo un conjunto de color naranja y acto seguido saca un parasol (inexistente en el original, por cierto) que hace juego, resaltando nuestra sensación de estar viendo un artificio absoluto. El color aquí no es usado como una manera de imitar la realidad, sino precisamente para alienarnos de ella, resaltando algo que es obvio: un Psicosis en colores es sacrilegio puro.
De la misma manera, los personajes secundarios sufren grandes cambios que no pueden pasar inadvertidos ni ser atribuidos únicamente a cuestiones cronológicas. Lila, la fría y estricta hermana de Marion es sustituida aquí por una Julianne Moore convertida en una bohemia totalmente desconectada de la realidad (hecho evidenciado por su costumbre de andar siempre con audífonos). En cuanto a Sam Loomis, el buen chico americano interpretado por John Gavin en la cinta original, el hombre que vestía de traje los domingos, lo vemos ahora transmutado en Viggo Mortensen haciendo del típico chuloputas, ataviado con sombrero de cowboy y con la camisa abierta mostrando los pelillos del pecho.
Pero donde las diferencias de carácter se aprecian con mayor claridad es en los dos personajes protagonistas, y es también aquí donde se concentraron los mayores dardos de la crítica. Efectivamente, la Marion Crane interpretada por Anne Heche no hace sino afincarse aun más en el análisis realizado de unos años para acá al personaje que en su momento encarnara Janet Leigh. Eso es porque, a diferencia de Hitchcock, Van Sant no tiene que engañar a nadie: todos sabemos desde el comienzo de la película que Marion va a morir a manos de Norman Bates (nótese que he dicho Norman Bates, no su madre), y el saber tan de antemano las acciones de un personaje de ficción nos permite el distanciamiento necesario para no sentir lástima por él. El resultado es que Marion Crane es aquí un ser auténticamente detestable, una genuina femme–fatale que seguramente habría huido con el dinero al día siguiente tras reconsiderar su demasiado rápido arrepentimiento. En cuanto a Norman Bates, es aquí donde la película recibe uno de sus mayores cambios. De sobra sabemos que es imposible para un actor reproducir fielmente el trabajo de otro, pero Vince Vaughn ha hecho un excelente trabajo (uno de los mejores que le he visto) interpretando a Bates y trayendo a la luz todos los amaneramientos que hacían del personaje de Anthony Perkins algo único. Pero de nuevo aquí no se nos puede engañar: nosotros sabemos que Bates es peligroso, y las marcadas delicadezas del personaje no hacen sino asustarnos aún más, mostrando lo increíblemente desequilibrado que está este hombre. La figura de Vaughn (que mide más de 1,90 metros de altura) ayuda mucho, llenando su vestuario de una musculatura de la que su predecesor carecía. Hay que ser muy ingenuo para creer que esto no es un guiño del propio Van Sant hacia nosotros. Para este servidor, el momento cumbre es aquel en el que vemos las luces de un coche pasar frente al motel justo cuando Norman está ocupado manipulando el cadáver. En la original, se limitaba a ver pasar el vehículo, pero en el remake, Vince Vaughn suelta todo aparatosamente y dedica un sonrisa estúpida al coche que pasa de largo. Este tío está loco y lo demás son tonterías.
Y las diferencias se apilan, desde la alteración de pequeños detalles (la casa de Norman es diferente, porque la original es ya demasiado conocida, lo cual no hace sino aumentar nuestra sensación de que estamos viendo una película) hasta la inclusión premeditada de anacronismos, como la teoría de Lila según la cual Norman podría haber matado a Marion para robarle el dinero y comenzar una nueva vida. Dicho argumento, excesivamente enrevesado para nuestros días, resultaba perfectamente plausible en 1960, cuando la tesis de los asesinos psicopáticos todavía no era del dominio público (Ed Gein era considerado un demente, un caso aislado).
La mención de los crímenes nos lleva al centro neurálgico de la película: la escena de la ducha. Aparte de las diferencias más obvias (principalmente la mayor visibilidad de heridas y desnudeces de la protagonista), Van Sant intercala los asesinatos con breves imágenes asimismo violentas: una vaca en medio de una carretera, un cielo de tormenta y una mujer desnuda con un antifaz negro. Estas imágenes no están allí por casualidad; son intentos evidentes por parte de Van Sant de interrumpir nuestra contemplación, rompiendo la delicada estructura narrativa del material fuente. En cierta forma, el director está “atacando” la película original, de la misma manera en que Norman ataca a sus víctimas.
Todos estos detalles arriba mencionados no hacen sino recalcarnos que lo importante en este filme no se reduce a su fidelidad o respeto para con el original, sino a sus sutiles e intencionados distanciamientos, producto (paradójicamente) de una consciente dependencia. Gus Van Sant quiere ante todo que recordemos que estamos viendo un remake de Psicosis; insiste en que comparemos en todo momento su obra con el original de Hitchcock, produciéndose así un juego de meta–ficción en el que el espectador se ve obligado a participar. Si Psicosis’60 es, como dijimos en su momento, un comentario sobre el poder del cine, Psicosis’98 es un comentario sobre ese comentario, un rizo del rizo. Es precisamente esta genial vuelta de tuerca lo que diferencia a Van Sant de casi todos los directores que han “osado” versionar un clásico. Y digo “casi” porque este experimento intelectual ya lo habían realizado en menor medida Werner Herzog y Tom Savini, aunque ninguno de manera tan perfecta. En los últimos meses hemos visto hacer exactamente lo mismo a otro realizador: Peter Jackson. Como era de esperarse, han sido muy pocos los que han entendido su juego.
¿Qué sentencia puede tener esta película? Ninguna, ya que como película es absolutamente innecesaria. Ahora, como juego estético resulta magnífica. Creo que, para tenernos a todos contentos, podemos dejarlo por la puntuación media y que el resto lo sume (o reste) el libre albedrío de aquellos que sepan en qué clase de juego se están metiendo al adentrarse en una de las películas más incomprendidas de la historia.