Alejados ya de toda la tortura de su publicidad, y en víspera de su lanzamiento en DVD, va siendo hora de hablar de Cloverfield (2008), la cual sólo recientemente he conseguido ver. No se dan muchos casos en los que la crítica y el público coincidan en sus alabanzas hacia un producto, pero más allá de cualquier consideración metaficcional o análisis semántico, lo cierto es que se trata de una gran película de monstruos que constituye, aún más que REC (2007), el clímax de esta tendencia al docu-terror que nos ha llegado y de la cual todavía nos quedan algunos estrenos pendientes.
La tendencia al sobreanálisis que a veces nos invade a todos puede que nos impida apreciar este hecho que, aunque mínimo, encierra la clave de la película. Su productor, el Midas de moda J.J. Abrams, afirmaba que con Cloverfield quería dar a América su propio monstruo icónico, el equivalente al Godzilla japonés. Dicho comentario resulta cuando menos paradójico, ya que todos sabemos que Estados Unidos (y especialmente Nueva York) ya tiene el que sin duda es el monstruo más icónico de la historia del cine: King Kong. En este sentido falla, ya que el monstruo en la película no tiene más protagonismo que ser el epicentro de ese gran "desastre", así como de la ola de terror e histeria que desata en unos neoyorkinos que no se explican el origen de ese misterioso caos que ha caido sobre su ciudad. Algunos críticos han querido ver en este miedo cierta alusión al 11 de septiembre, pero esta semejanza se me antoja superficial y centrada únicamente en el lado visceral de la trama (así como en su cobertura mediática). El 11-S puede ser catalogado de muchas cosas, pero "misterio" definitivamente no es una de ellas; al contrario, es una realidad política cruel y perfectamente tangible. Lo más frustrante de todo esto es que parece que muy pocos se han planteado siquiera la posibilidad de que el monstruo sea sólo eso: un monstruo. Y yo digo, ¿por qué no?
Lo interesante, una vez más, es el formato. Contrariamente a lo que se podría creer, el truco de la "perspectiva en primera persona" es quizás el menos realista de todos, más cercano al lenguaje del videojuego que al de la tele-realidad, al menos en el caso de Cloverfield. Los diálogos evidentemente no brillan por su naturalidad, y el guión constantemente hace pequeñas trampillas que permiten que el incombustible cámara, Hud, grabe momentos en los que nadie en su sano juicio estaría con la cámara en mano, en el perfecto conocimiento de que aquello que no está en el encuadre, simplemente "no existe". Más que sumergirnos en una realidad alternativa, Cloverfield nos hace aún más conscientes de la cámara, a veces hasta extremos risibles (véase, por ejemplo, la escena de la foto que adorna esta reseña para entender esto a cabalidad). El mismo Hud, lejos de ser un videoaficionado, parece un director de cine nato con un instinto impresionante para poner la cámara en el momento y posición justas y anticipar la dinámica de una escena desde una perspectiva no muy alejada de la de un narrador omnisciente. Tal como nos han demostrado los "reality" de la tele, la realidad expuesta ante todos puede ser tan falsa y artificial como la narrativa tradicional.
Pero todas esas cosas son fáciles de perdonar en una película tan intensa como la que el equipo de Abrams nos ha cocinado. Una vez que comienza la tensión esta no para (salvo para aquellos momentos en los que descubrimos que Hud está grabando sin querer sobre una película de dos semanas antes, un elemento que da para una muy curiosa forma de flashback), arrastrándonos en la desesperada huida de los personajes sin apenas dejar tiempo para respirar y superponiendo un horror tras otro. Y encima, la película como tal no llega a la hora y cuarto, algo que siempre hay que agradecer. Esta jugarreta de Abrahams y compañía les ha salido muy bien. Este año por lo menos, superar algo de la intensidad de Cloverfield va a estar lo que se dice muy difícil.