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jueves, marzo 11, 2010

Reseña: El palacio de los espíritus (1963)

Más que en cualquier otro caso, la sexta entrega de las Poe-movies de Roger Corman lo es sólo nominalmente: en realidad, El palacio de los espíritus (1963) es una adaptación bastante libre del relato de H.P. Lovecraft El caso de Charles Dexter Ward, y de hecho es considerada oficialmente como la primera adaptación al cine de la obra del autor de Providence. La American International Pictures, sin embargo, deseaba seguir explotando el filón de la saga de Corman, así que ordenó cambiar el título por el de un poema de Poe (The Haunted Palace) que es recitado al principio y al final pero con el que la película realmente no tiene nada que ver.

Aquellos que conozcan la fuente literaria y consideren la fidelidad como una virtud en sí misma (no es ya mi caso, he de reconocer) pueden llevarse una decepción bastante grande, puesto que el argumento del relato original está bastante simplificado para la película, aunque se mantiene el énfasis en el nigromante Joseph Curwen y su regreso de la tumba a través de uno de sus descendientes, Charles Dexter Ward, ambos interpretados por Vincent Price. La trama de investigación típicamente lovecraftiana con su triple marco narrativo y tres protagonistas es así eliminada por completo para ser sustituida por un tipo de producción más modesta y acorde con el gótico technicolor que Corman sacaba por aquel entonces. No debería sorprendernos ya que, después de todo, Lovecraft es un autor muy difícil de adaptar porque sus mejores elementos son muy a menudo dependientes del medio, en este caso de la literatura. Eso explica en parte que para esta película Corman se haya ido por lo seguro y haya dotado a El palacio de los espíritus de un ambiente que de lovecraftiano tiene muy poco: la ambientación se va más por los lados del gótico ya acostumbrado en estas producciones y heredado de los clásicos de la Universal: telarañas, candelabros, siniestros retratos embrujados, puertas chirriantes y un cementerio envuelto en niebla. Hay por supuesto elementos típicos de Lovecraft (el Necronomicón, los Antiguos, inefables monstruos en una fosa, aldeanos deformes y hasta un zigurat) pero estos se encuentran mezclados con aderezos típicos de Poe como la subtrama (ausente en el relato original) de la pasión necrofílica por la bella amante muerta, motivo recurrente de esta serie de películas.

La cinta reúne, como ya es habitual en la saga, a varios de los colaboradores de Corman como el compositor Ronald Stein (responsible de un tema musical bastante dramático e imponente aunque sobreutilizado) y el prolífico guionista Charles Beaumont. El guión también fue trabajado parcialmente por Francis Ford Coppola, aunque no aparece en los créditos. En cuanto a la película, esta guarda el mismo ambiente lúgubre de resto de las Poe-movies, aunque con ciertos toques distintos como el hecho de tener una secuencia inicial mucho más intensa de lo habitual que termina en el ajusticiamiento de Curwen a manos de una muchedumbre furiosa con antorchas y tridentes, algo ciertamente opuesto a los pausados inicios de Corman. Interesante es también la manera como la trama se desenvuelve poco a poco aunque por desgracia sin dejar de caer en los clichés propios de este tipo de producciones (la famosa regla de Corman de un-susto-cada-ocho-minutos). Vincent Price está genial como siempre, y muy buena es la sutil transformación que hace entre sus dos personajes, una metamorfosis resaltada innecesariamente por el maquillaje.

Las evidentes carencias estéticas de varias secuencias, la dejadez de algunas actuaciones como la de Lon Chaney Jr. y un muy atropellado final (que incluye la inexplicable y conveniente desaparición de los aliados del villano) hacen que El palacio de los espíritus no pueda contarse entre las mejores del ciclo Poe-Corman, mucho menos entre las mejores adaptaciones de Lovecraft, pero como primer intento de acercamiento al autor de Providence no está nada mal. Por cierto, el director de arte de esta película, Daniel Haller, seguiría la senda de adaptaciones al ofrecer, pocos años después, su propia versión de Lovecraft con El horror de Dunwich (1970), evidente deudora del estilo Corman de la que hablaremos otro día.

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